Caminando sin mirar por una gran y larga vereda, en un punto el cerebro comienza a titilar en mil luces y colores diferentes. Empieza a quemarse en un jardín con muchas flores, como hojas secas. Una pequeña brisa solo las vuela hacia otros lugares alejados, esparciéndolas por todo el decorado hacia ninguna parte. En un pequeño destierro, la mente se sumerge hasta un fondo muy profundo de barro. Con un beso muy amargo y una lágrima muy pesada, pareciera que el día culmina, y con el correr del tiempo, el fuego se disipa.
El día es tan helado y seco, que la piel se raja en líneas paralelas infinitas, formando miles de dedos. Con las palmas de las manos quebradas y el aliento cargado de angustia, las rodillas oscilan y los ojos se cierran en una oscuridad espesa.
A veces es difícil correr sin rumbo y peor es hablar sin tener palabras. A falta de diálogo, se congela más y más, transformándose en una escultura de hielo inmóvil por el correr de los segundos. Como en un río lleno de dolor, se escurre en un sin fin de direcciones, formas y colores, plagándose de sufrimiento y un sentido austero.
Tan estéril que muchas veces el colapso mental comienzo a cobrar vida y control del tiempo. Un modo casi perfecto de mediocridad y psicosis que permite que los músculos puedan contraerse en movimientos casi independientes. Contra un panal de abejas que no obran con la miel, sino con el manjar de la soledad y la falta de aire. Sin claridad alguna, la vereda va llegando a su fin, donde, ya no es ni tan larga ni tan ‘gran’, es simplemente un camino acotado a simples palabras carentes de sentimientos y de desconfianza ajena a uno mismo. Y, con el poco aire y el sudor seco, el fin comienza en una larga noche de invierno.
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